Presentaciones y ponencias

Enrique Anderson Imbert: la Razón y la Creación

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La Razón y la Creación

 Enrique Anderson Imbert

 El cuento: teoría y práctica

Literatura Iberoamericana - CeRP Maldonado - 2011

 

Índice

1. Introducción

2. El hombre, el docente y el escritor

     2.1 Datos biográficos

     2.2 Crítica literaria

     2.3 Narrativa

3. El escritor detrás del narrador ficticio

4. A modo de síntesis

5. Bibliografía

6. Anexo: selección de cuentos de Anderson Imbert

1. Introducción

Cuentos, cuentos, cuentos es lo que con más gusto he leído y con más ambición escrito [1]

Con esta afirmación comienza el prólogo de la obra Teoría y Técnica del cuento de Enrique Anderson Imbert. A continuación el escritor, ensayista y docente argentino (1910, 2000) declara su intención, ahora que soy viejo, de aprovechar mi doble experiencia de lector y escritor para concentrarse en una descripción sistemática de todos los aspectos del cuento. A modo de justificación de esa decisión acota lo que le expresara el Demonio del Sistema al comenzar a acometer dicha tarea: no te olvides de que también eres profesor. Así, _ según sus palabras divirtiéndose menos y trabajando más_, con una clara intención didáctica se dedica al cuento como objeto de estudio citando ejemplos de la literatura argentina _ que es la mía_ y obtiene a su entender un resultado que vale también para la novela y otros géneros. [2]

En el momento de emprender el presente trabajo, la triple condición de ensayista teórico, docente y escritor se nos hace evidente. Los cuentos cortos de la autoría de Anderson Imbert que se presentan son acompañados de teoría expuesta sistemáticamente con el fin de abarcarlos como objeto de estudio. Ese es el Demonio del Sistema que se le apareció al ensayista y docente para tentarlo con el estudio concienzudo y el análisis exhaustivo de todos los aspectos del cuento. Demonio que, como una de sus múltiples máscaras, habita en el autor de los cuentos y se manifiesta en el proceso creativo. Los cuentos son obra de quien conoce la teoría del cuento y la pone en práctica en su realización.

Roland Barthes afirmó que somos nuestros propios demonios [3]. El Demonio del Sistema fue parte del ser de Anderson Imbert y se manifiesta en sus cuentos, con la Razón dominando al proceso todas y cada una de las partes del proceso creativo. Es que si la RAE define a Sistema como el conjunto de cosas que relacionadas entre sí ordenadamente contribuyen a determinado objeto [4], EAI demuestra ser un conocedor del todo, _ el cuento es un objeto lingüísticamente cerrado referido a una acción pretérita  [5]_ y de sus partes, así como de las reglas o principios racionalmente enlazados entre sí [6]:

un problema nos hace esperar la solución; una pregunta, la respuesta; una tensión, la distensión; un misterio, la revelación; un conflicto, el reposo; un nudo, el desenlace que nos satisface o nos sorprende. La trama es indispensable. [7]

 Para la demostración de tal concepto nos basaremos en fragmentos de las obras de EAI. Sea el texto que sigue en el que un alter ego del autor, escritor de cuentos y por lo tanto profesional del arte de mentir se expresa, internamente en sus pensamientos para que el escritor los plasme en el texto, de la siguiente forma:

Genovesi desenterraba los mismos fantasmas que yo he visto, vivido y vestido en mis propios cuentos, con la diferencia de que para él lo sobrenatural no era un capricho de la fantasía. Le faltaba el don de los poetas para convertir los sentimientos irracionales en bellas imágenes. ¿Cómo explicarle a ese crédulo que la única magia que cuenta es la de la imaginación, que impone sus formas a una amorfa realidad sin más propósito ni beneficios que el de divertimos con el arte de mentir? Y aun esa imaginación no es espontánea pues sólo vale cuando se junta con la inteligencia. La razón es una débil, novata, vacilante y regañada sirvientita, recién advenida en la evolución biológica, pero que sin sus servicios no podríamos disfrutar del ocio, la libertad y la alegría. Ah, Genovesi sería muy hábil en sus tejemanejes con los bancos pero, en su comercio de ficciones conmigo, el pobre emergía de pantanosos sueños con el delirio de un neurótico, la inocencia de un niño y el miedo de un salvaje. Aceptaba todo menos la razón. Cuando por ahí, sin saberlo ni quererlo, merodeó por la frase unamuniana la razón es antivital, tuve que reprimir las ganas de retrucarle con la frase orteguiana: El hombre salió de la bestia y en cuanto descuida su razón, vuelve a bestializarse.

En el fragmento anterior, extractado del cuento Licantropía, dos vecinos de puerta y apenas conocidos comparten el vagón de tren en un viaje nocturno: Genovesi, doctor en Ciencias Económicas, y el narrador, escritor de cuentos fantásticos. El primero monologa y el segundo compara mentalmente los conceptos que recibe del emisor. Allí ese escritor ficticio valoriza a la razón sin cuyos servicios no podríamos disfrutar del ocio, la libertad y la alegría. Incluso la libertad, preciado don del que disfruta EAI en sus creaciones, es un subproducto y consecuencia de la Razón que todo domina.

 

2. El hombre, el docente y el escritor

2.1 Datos biográficos

Nacido en Córdoba, vivió su niñez y adolescencia entre Buenos Aires y La Plata. Estudió  Filosofía y Letras en la Universidad Nacional de Buenos Aires; fue discípulo de Amado Alonso, de Pedro Henríquez Ureña en filología y de Alejandro Korn en filosofía. En 1930 comienza a desarrollar su actividad como docente universitario en la Universidad Nacional de Cuyo y luego, hasta 1947, en la Universidad Nacional de Tucumán. Socialista en su ideología, fue redactor de la sección literaria del periódico La Vanguardia de Buenos Aires previamente a su exilio, que se produjo al ser destituido de su cátedra en el primer gobierno de Perón. Viajó a los Estados Unidos con una beca de la Universidad de Columbia; ejerció la docencia como Profesor de Literatura Hispanoamericana en la Universidad de Michigan hasta 1965 y posteriormente en Harvard hasta su retiro en 1980.

En 1967 ingresó en la Academia Americana de Artes y Ciencias y en 1978 fue nombrado miembro de la Academia Argentina de las Letras, de la que ejerció la vicepresidencia entre 1980 y 1986. En 1994 fue finalista del premio Cervantes.

Sus cuentos y novelas se sitúan en una zona entre lo fantástico y el realismo mágico: El Grimorio (1961), El gato de Cheshire (1965), La locura juega al ajedrez (1971), La botella de Klein (1975), Los primeros cuentos del mundo (1978). Recopiló sus ficciones en El mentir de las estrellas (1979).

Destacó por sus ensayos y críticas: Tres novelas de Payró con pícaros en tres miras (1942), Historia de la literatura hispanoamericana (1954), La crítica literaria contemporánea (1957), Crítica interna (1960), La originalidad de Rubén Darío (1968), El realismo mágico y otros ensayos (1976), La crítica literaria y sus otros métodos (1979), El arte del cuento (1978), Mentiras y mentirosos en el mundo de las letras (1992) y sus estudios sobre Domingo Faustino Sarmiento y Rubén Darío.

2.2 Crítica literaria

  • La flecha en el aire (1937; ampliada en edición de 1972)
  • Tres novelas de Payró con pícaros en tres miras (1942)
  • Ibsen y su tiempo (1946)
  • Ensayos (1946)
  • El arte de la prosa en Juan Montalvo (1948; segunda edición aumentada en 1974)
  • Estudios sobre escritores de América (1954)
  • Historia de la literatura hispanoamericana, (1954; reediciones revisadas y ampliadas)
  • La crítica literaria contemporánea (1957; reediciones modificadas y ampliadas)
  • Métodos de la crítica literaria, 1969;
  • La crítica literaria, métodos y modalidades, 1979;
  • La crítica literaria: sus métodos y problemas, 1984)
  • Los grandes libros de Occidente y otros ensayos (1957)
  • Los domingos del profesor (1965, segunda edición, ampliada en 1972)
  • La originalidad de Rubén Darío (1967)
  • Genio y figura de Sarmiento (1967; reimpresión en 1989)
  • Una aventura amorosa de Sarmiento (1969)
  • Estudios sobre letras hispánicas (1974)
  • El realismo mágico y otros ensayos (1976; edición ampliada en 1992)
  • Las comedias de Bernard Shaw (1976)
  • Los primeros cuentos del mundo (1977)
  • Teoría y técnica del cuento (1979, reimpresión revisada y modificada)
  • La prosa: modalidades y usos (1984; segunda edición modificada en 1998)
  • Nuevos estudios sobre letras hispanas (1986)
  • Mentiras y mentirosos en el mundo de las letras (1992)
  • Modernidad y posmodernidad (1997)
  • Escritor, texto, lector (2001)

2.3 Narrativa

  • Vigilia (novela, 1934)
  • El mentir de las estrellas (cuentos, 1940)
  • Las pruebas del caos (cuentos, 1946)
  • Fuga (novela, 1953)
  • El grimorio (cuentos, 1961)
  • El gato de Cheshire (cuentos, 1965)
  • El estafador se jubila (cuentos, 1969)
  • La locura juega al ajedrez (cuentos, 1971)
  • La botella de Klein (cuentos, 1975)
  • Dos mujeres y un Julián (cuentos, 1982)
  • El tamaño de las brujas (cuentos, 1986)
  • Evocación de sombras en la ciudad geométrica (novela, 1989)
  • El anillo de Mozart (cuentos, 1990)
  • ¡Y pensar que hace diez años! (cuentos, 1994)
  • Reloj de arena (cuentos, 1995)
  • Amorío (y un retrato de dos genios) (novela, 1997)
  • La buena forma de un crimen (novela, 1998)
  • Historia de una Rosa y Génesis de una luna (novelas, 1999)
  • Consenso de dos (cuentos, 2000)
  • El libro de los casos

Antologías

  • El leve Pedro (1976)
  • Cuentos en miniatura (1976)
  • El milagro y otros cuentos (1985)
  • Páginas de Enrique Anderson Imbert seleccionadas por el autor (1985)
  • Cuentos selectos - Enrique Anderson Imbert (1999)

 

3. El escritor detrás del narrador ficticio

Robert Solé [8] en el prólogo de Siete cuentos fronterizos de Georges Moustaki expresa: una obra de ficción no necesita ser prologada y todavía menos explicada. Corresponde al lector descubrirla, dejar que el autor le lleve por caminos desconocidos sin que un intruso venga a hacer de guía o de intermediario. [9]

En ese mismo sentido, el esfuerzo didáctico de EAI propone el siguiente esquema para la comunicación literaria:

                                          

en el que teoriza aspectos relevantes de la interacción que se establece entre el narrador ficticio y el lector ideal al que se destina la escritura, entre quienes se establece según el teórico una feliz identificación y por detrás de quienes existen hombres con sus improntas personales.

EAI evidencia el punto de vista que sostenemos al afirmar: el hombre, al escribir, usa sus informaciones sobre la vida y la literatura: en ese sentido es correcto igualar los términos «hombre-escritor», conviniendo en que uno de los gestos de autoridad del autor consiste en delegar su punto de vista a un narrador o a varios narradores.

Esta poderosa capacidad y destreza analítica del hombre tras el ensayista se manifiesta en la capacidad de estructuración de la trama de los narradores ficticios de los cuentos de su autoría, en una suerte de ejemplificación de las bases teóricas  enunciadas.

Se hace así evidente el ejercicio de la escritura sobre la base del desmenuzamiento concienzudo de los elementos de la narración y de la clasificación de los cuentos de acuerdo a su contenido.

El crítico, no teórico sino práctico, clasifica los hechos tal como los conoce en la realidad extraliteraria: en la graduación que va de lo probable a lo improbable, de lo improbable a lo posible, de lo posible a lo imposible.

Cuentos realistas

Lo ordinario, probable, verosímil

Cuentos lúdicos

Lo extraordinario, improbable, sorprendente

Cuentos misteriosos

Lo extraño, posible, dudoso

Cuentos fantásticos

Lo sobrenatural, imposible, absurdo

Volvamos por un momento al fragmento del cuento Licantropía de EAI y a la afirmación del protagonista-narrador, el escritor ficticio en el cuento,  en la que se califica a lo sobrenatural como un capricho de la fantasía y subordina ésta a la inteligencia. El analítico y teórico racional hace derroche de esa inteligencia en la creación de los cuentos fantásticos de su autoría. Los ejemplos propuestos de cuentos cortos que se encuentran en el anexo hacen gala justamente de esa precisión racional para poner en juego a la fantasía como recurso en el cuento y causar el efecto deseado: así el ángel de la guarda en Tabú, el afán del suicida que atenta contra sí mismo para ver que cada acto suyo tiene consecuencias en su entorno, las estatuas que no gustan de las bromas de las colegialas o la flor que impone vida y color en la imagen muda de una ausente.

El analítico teórico racional y el creativo coexisten en el autor. Quien formula el cuadro con el punto de vista del narrador en el cuento es quien lo pone en práctica al escribirlos.

El narrador-protagonista de Licantropía es personaje, describe la acción de la que participa y narra en primera persona, cuenta su propia historia y analiza los procesos mentales de los personajes instalándose en su intimidad, otro tanto ocurre en Espiral.

El narrador omnisciente de Las estatuas no es personaje, observa la acción desde fuera de la acción, narra con pronombres de tercera persona y es capaz de saber lo que piensa la colegiala al realizar la travesura, es decir que se instala en su intimidad.

El narrador de El ganador no es personaje, observa la acción desde fuera de la misma, narra con pronombres en tercera persona, puede inferir los procesos mentales por las manifestaciones exteriores de los personajes y se limita a describir lo que cualquiera podría observar descubriendo con el lector el desenlace.

El narrador testigo se mueve dentro del cuento y narra en primera persona, participa de la acción en mayor o menor grado en un papel marginal, no central. El ejemplo que proporciona EAI en su tratado es el doctor Watson, que nos cuenta las aventuras de Sherlock Holmes en las que él está mezclado.

 

 

N = P

Narrador es personaje

N observa la acción desde dentro de la acción

N narra en primera persona

N no = P

Narrador no es personaje

N observa la acción desde fuera de la acción

N narra con pronombres de 3era. persona

Narrador puede analizar los procesos mentales de los personajes instalándose en la intimidad de ellos

1. NARRADOR-PROTAGONISTA

Cuenta su propia historia

3. NARRADOR OMNISCIENTE

Cuenta como un Dios que se lo sabe todo

Narrador observa desde fuera y sólo por las manifestaciones exteriores puede inferir sus procesos mentales

2. NARRADOR TESTIGO

Personaje menor cuenta la historia del protagonista

4. NARRADOR CASI OMNISCIENTE

Cuenta limitándose a describir lo que cualquiera podría observar

 

4. A modo de síntesis

Como en la fabricación de carruajes, los cuentos salen con diferentes carrocerías. Así se expresa EAI en la obra que tomamos como referencia desde el punto de vista teórico del autor. Luego de esta afirmación se explaya sobre los modelos de cuentos:

  • la carta (la forma epistolar);
  • el diario (como si el narrador se dirigiera cartas a sí mismo);
  • la grabadora (el cuento es literario pero se pretende que está tomado directamente de una situación oral);
  • las memorias (el narrador evoca acciones pretéritas con una perspectiva más libre, holgada y comprensiva que en la grabadora);
  • el guión cinematográfico y el texto teatral;
  • la confesión (declaraciones, testamentos, alegatos, interrogatorios);
  • el “collage” (el escritor desaparece de la vista del lector suprimiendo al narrador y lo consigue intercalando materiales sueltos: cartas, recortes periodísticos, leyes, interrogatorios, telegramas).

Como un artesano que conoce a fondo la técnica es que el teórico encara la tarea creativa:  ensambla, aplica, modela y logra en la ejercitación cuentos en los que la trama conecta los sucesos con relaciones de causa a efecto y como además es docente, expone claramente los conceptos que maneja para producir.

En su concepción racionalista, con la imaginación subordinada a la razón, podemos calificar a Enrique Anderson Imbert de solipsista [10], adepto a la creencia metafísica de que lo único de lo que uno puede estar seguro es de la existencia de su propia mente, y de que todos los objetos, personas, que se experimentan serían meramente sus emanaciones. El solipsismo es uno de los factores principales que contribuye a destruir el concepto de la realidad tradicional y construir la extraordinaria realidad creada por un cuento.

 

5. Bibliografía


ANDERSON IMBERT Enrique, Teoría y técnica del cuento, Ariel, Barcelona, 1999

ANDERSON IMBERT Enrique, Cuentos, disponible en internet Biblioteca Digital Ciudad Seva www.ciudadseva.com/textos/cuentos/esp/anderson/eai.htm

BARTHES Roland, Fragmento de un discurso amoroso, Siglo XXI, Madrid, 2007

MOUSTAKI Georges, Siete cuentos fronterizos, Grupo Editorial Norma, Barcelona, 2008


6. Anexo: selección de cuentos de Anderson Imbert

Las últimas miradas  

El hombre mira a su alrededor. Entra en el baño. Se lava las manos. El jabón huele a violetas. Cuando ajusta la canilla, el agua sigue goteando. Se seca. Coloca la toalla en el lado izquierdo del toallero: el derecho es el de su mujer. Cierra la puerta del baño para no oír el goteo. Otra vez en el dormitorio. Se pone una camisa limpia: es de puño francés. Hay que buscar los gemelos. La pared está empapelada con dibujos de pastorcitas y pastorcitos. Algunas parejas desaparecen debajo de un cuadro que reproduce Los amantes de Picasso, pero más allá, donde el marco de la puerta corta un costado del papel, muchos pastorcitos se quedan solos, sin sus compañeras. Pasa al estudio. Se detiene ante el escritorio. Cada uno de los cajones de ese mueble grande como un edificio es una casa donde viven cosas. En una de esas cajas las cuchillas de la tijera deben de seguir odiándoles como siempre. Con la mano acaricia el lomo de sus libros. Un escarabajo que cayó de espaldas sobre el estante agita desesperadamente sus patitas. Lo endereza con un lápiz. Son las cuatro del la tarde. Pasa al vestíbulo. Las cortinas son rojas. En la parte donde les da el Sol, el rojo se suaviza en un rosado. Ya a punto de llegar a la puerta de salida se da vuelta. Mira a dos sillas enfrentadas que parecen estar discutiendo ¡todavía! Sale. Baja las escaleras. Cuenta quince escalones. ¿No eran catorce? Casi se vuelve para contarlos de nuevo pero ya no tiene importancia. Nada tiene importancia. Se cruza a la acera de enfrente y antes de dirigirse hacia la comisaría mira la ventana de su propio dormitorio. Allí dentro ha dejado a su mujer con un puñal clavado en el corazón.

La fama

El poeta la vio pasar, aprisa; y aprisa corrió tras ella y se quejó:

-¿Y nada para mí? A tantos poetas que valen menos ya los has distinguido: ¿y a mi cuándo?

La Fama, sin detenerse, miró al poeta por encima del hombro y contestó sonriéndole mientras apresuraba la carrera:

-Exactamente dentro de dos años, a las cinco de la tarde, en la Biblioteca de la Facultad de Filosofía y Letras, un joven periodista abrirá el primer libro que publicaste y empezará a tomar notas para un estudio consagratorio. Te prometo que allí estaré.

-¡Ah, te lo agradezco mucho!

-Agradécemelo ahora, porque dentro de dos años ya no tendrás voz.

Tabú

El ángel de la guarda le susurra a Fabián, por detrás del hombro:

-¡Cuidado, Fabián! Está dispuesto que mueras en cuanto pronuncies la palabra zangolotino.

-¿Zangolotino?  -pregunta Fabián azorado.

Y muere.


Una plaza en el cielo

Etelvina y Luis van a casarse. En vísperas de la boda, Luis muere. Etelvina se resigna porque confía en que volverán a encontrarse en el Cielo. Pasan los años y ella espera, espera... Espera que Dios la llame. Ahora es una viejita. Está atravesando la Plaza de su barrio. De pronto -en el crepúsculo tocan las campanas del ángelus- ve entre los árboles a Luis, que se acerca a paso lento. (No es Luis: es un joven de la vecindad muy parecido al recuerdo que Etelvina conserva de Luis.) Etelvina ve al joven Luis y está segura de que él, a su vez, la ve a ella también joven. "Esta plaza, piensa, aunque se parece mucho a la del barrio, tiene que ser una plaza del Paraíso". Y sin duda allí van a reunirse porque, por fin ¡qué felicidad! ella acaba de morir. El grito de un pájaro la resucita, vieja otra vez.

 

Espiral

Regresé a casa en la madrugada, cayéndome de sueño. Al entrar, todo obscuro. Para no despertar a nadie avancé de puntillas y llegué a la escalera de caracol que conducía a mi cuarto. Apenas puse el pie en el primer escalón dudé de si ésa era mi casa o una casa idéntica a la mía. Y mientras subía temí que otro muchacho, igual a mí, estuviera durmiendo en mi cuarto y acaso soñándome en el acto mismo de subir por la escalera de caracol. Di la última vuelta, abrí la puerta y allí estaba él, o yo, todo iluminado de Luna, sentado en la cama, con los ojos bien abiertos. Nos quedamos un instante mirándonos de hito en hito. Nos sonreímos. Sentí que la sonrisa de él era la que también me pesaba en la boca: como en un espejo, uno de los dos era falaz. «¿Quién sueña con quién?», exclamó uno de nosotros, o quizá ambos simultáneamente. En ese momento oímos ruidos de pasos en la escalera de caracol: de un salto nos metimos uno en otro y así fundidos nos pusimos a soñar al que venía subiendo, que era yo otra vez.

 

El ganador

Bandidos asaltan la ciudad de Mexcatle y ya dueños del botín de guerra emprenden la retirada. El plan es refugiarse al otro lado de la frontera, pero mientras tanto pasan la noche en una casa en ruinas, abandonada en el camino. A la luz de las velas juegan a los naipes. Cada uno apuesta las prendas que ha saqueado. Partida tras partida, el azar favorece al Bizco, quien va apilando las ganancias debajo de la mesa: monedas, relojes, alhajas, candelabros... Temprano por la mañana el Bizco mete lo ganado en una bolsa, la carga sobre los hombros y agobiado bajo ese peso sigue a sus compañeros, que marchan cantando hacia la frontera. La atraviesan, llegan sanos y salvos a la encrucijada donde han resuelto separarse y allí matan al Bizco. Lo habían dejado ganar para que les transportase el pesado botín.

 


Arte y vida

Jack Turpin (Inglaterra, 1750-1785) fue el actor más afamado y difamado en el reino de Jorge III. Afamado por su elegancia de galán en las comedias de Sheridan que se ponían en el Teatro Drury Lane y difamado en la sociedad de Londres por las explosiones de su carácter irascible. Una noche, en una taberna, el crítico Stewart se atrevió a burlarse de esa doble personalidad de caballero en la ficción y energúmeno en la realidad. Discutieron. Una palabra dura provocaba otra aún más dura y al final Turpin, fuera de sí y contradiciéndose, le gritó a Stewart:

-¡Le voy a probar que soy capaz de comportarme en la vida con el decoro del arte!

A Stewart no se lo pudo probar porque, en uno de sus irreprimibles arrebatos, lo mató allí mismo de un pistoletazo, pero lo probó ante el mundo en su primera oportunidad. Un testigo describe la escena así:

El actor Turpin, desde lo alto del tablado, echa una mirada al público. Piensa: "Hoy, en esta tragedia a la manera de Richard Cumberland, desempeñaré con toda mi alma el papel de condenado a muerte". Y, en efecto, resulta ser la mejor representación en su brillante carrera teatral. Avanza con las manos entrelazadas por la espalda, el cuerpo erguido, la cabeza orgullosa, hasta que se abre a sus pies un escotillón y Turpin, en el patio de la prisión de Newgate, queda colgado de la horca.

 

El suicida

Al pie de la Biblia abierta -donde estaba señalado en rojo el versículo que lo explicaría todo- alineó las cartas: a su mujer, al juez, a los amigos. Después bebió el veneno y se acostó.

Nada. A la hora se levantó y miró el frasco. Sí, era el veneno.

¡Estaba tan seguro! Recargó la dosis y bebió otro vaso. Se acostó de nuevo. Otra hora. No moría. Entonces disparó su revólver contra la sien. ¿Qué broma era ésa? Alguien -¿pero quién, cuándo?- alguien le había cambiado el veneno por agua, las balas por cartuchos de fogueo. Disparó contra la sien las otras cuatro balas. Inútil. Cerró la Biblia, recogió las cartas y salió del cuarto en momentos en que el dueño del hotel, mucamos y curiosos acudían alarmados por el estruendo de los cinco estampidos.

Al llegar a su casa se encontró con su mujer envenenada y con sus cinco hijos en el suelo, cada uno con un balazo en la sien.

Tomó el cuchillo de la cocina, se desnudó el vientre y se fue dando cuchilladas. La hoja se hundía en las carnes blandas y luego salía limpia como del agua. Las carnes recobraban su lisitud como el agua después que le pescan el pez.

Se derramó nafta en la ropa y los fósforos se apagaban chirriando.

Corrió hacia el balcón y antes de tirarse pudo ver en la calle el tendal de hombres y mujeres desangrándose por los vientres acuchillados, entre las llamas de la ciudad incendiada.


Las estatuas

En el jardín de Brighton, colegio de señoritas, hay dos estatuas: la de la fundadora y la del profesor más famoso. Cierta noche -todo el colegio, dormido- una estudiante traviesa salió a escondidas de su dormitorio y pintó sobre el suelo, entre ambos pedestales, huellas de pasos: leves pasos de mujer, decididos pasos de hombre que se encuentran en la glorieta y se hacen el amor a la hora de los fantasmas. Después se retiró con el mismo sigilo, regodeándose por adelantado. A esperar que el jardín se llene de gente. ¡Las caras que pondrán! Cuando al día siguiente fue a gozar la broma vio que las huellas habían sido lavadas y restregadas: algo sucias de pintura le quedaron las manos a la estatua de la señorita fundadora.

La foto

Jaime y Paula se casaron. Ya durante la luna de miel fue evidente que Paula se moría. Apenas unos pocos meses de vida le pronosticó el médico. Jaime, para conservar ese bello rostro, le pidió que se dejara fotografiar. Paula, que estaba plantando una semilla de girasol en una maceta, lo complació: sentada con la maceta en la falda sonreía y...

¡Clic!

Poco después, la muerte. Entonces Jaime hizo ampliar la foto -la cara de Paula era bella como una flor-, le puso vidrio, marco y la colocó en la mesita de noche.

Una mañana, al despertarse, vio que en la fotografía había aparecido una manchita. ¿Acaso de humedad? No prestó más atención. Tres días más tarde: ¿qué era eso? No una mancha que se superpusiese a la foto sino un brote que dentro de la foto surgía de la maceta. El sentimiento de rareza se convirtió en miedo cuando en los días siguientes comprobó que la fotografía vivía como si, en vez de reproducir a la naturaleza, se reprodujera en la naturaleza. Cada mañana, al despertarse, observaba un cambio. Era que la planta fotografiada crecía. Creció, creció hasta que al final un gran girasol cubrió la cara de Paula.

Licantropía

Me trepé al tren justo cuando arrancaba. Recorrí varios coches. ¡Repletos! ¿Qué pasaba ese día? ¿A todo el mundo se le había ocurrido viajar? Por fin descubrí un lugar desocupado. Con esfuerzo coloqué la valija en la red portaequipaje y dando un suspiro de alivio me dejé caer sobre el asiento. Sólo entonces advertí que tenía al frente, sentado también del lado de la ventanilla, nada menos que al banquero que vive en el departamento contiguo al mío.

Me sonrió ("¡qué dientes!", diría Caperucita Roja) y supongo que yo también le sonreí, aunque si lo hice fue sin ganas. A decir verdad, nuestra relación se reducía a saludarnos cuando por casualidad nos encontrábamos en la puerta del edificio o tomábamos juntos el ascensor. Yo no podía ignorar que él se dedicaba a los negocios porque una vez, después de felicitarme por el cuento fantástico que publiqué en el diario, se presentó tendiéndome una tarjeta:

Rómulo Genovesi, doctor en ciencias económicas

y me ofreció sus servicios en caso de que yo quisiera invertir mis ahorros.

-Usted -me dijo- vive en otro mundo; yo vivo en éste, que lo tengo bien medido a palmos; con que ya sabe, si puedo serle útil...

En otras ocasiones, mientras el ascensor subía o bajaba dieciocho pisos, Genovesi me habló de las condiciones económicas del país, de empresas, bancos, intereses, pólizas, mercados y mil cosas que no entiendo. Tal era el genio de las finanzas que me estaba sonriendo cuando me dejé caer sobre el asiento.

Yo hubiera querido olvidar mi pobreza, pero la sola presencia de ese especulador me la recordaba. Me había dispuesto a descansar durante el resto del viaje y de golpe me veía obligado a ser cortés. Si en la jaula del ascensor yo respetaba el talento práctico de mi vecino, ahora, en el vagón de ferrocarril, temía que ese talento, justamente por adaptarse a la realidad ordinaria -realidad que rechazo cada vez que invento una historia- me resultara fastidioso. Mala suerte. El viaje horizontal en tren más largo que el viaje vertical en ascensor, iba a matarme de aburrimiento. Para peor, el éxito que Genovesi obtenía en sus operaciones económicas no se reflejaba en un rostro satisfecho, feliz. Al contrario, su aspecto era tétrico.

Teníamos la misma edad, pero (si el espejo no me engañaba) él parecía más viejo que yo. ¿Más viejo? No, no era eso. Era algo, ¿cómo diré?, algo misterioso. No sé explicarlo. Parecía ¡qué sé yo! que su cuerpo, consumido, desgastado, hubiera sobrevivido a varias vidas. Siempre lo vi flaco, nunca gordo; sin embargo, la suya era la flacura del gordo que ha perdido carnes. Más, más que eso. Era como si la pérdida de carnes le hubiera recurrido varias veces y de tanto engordar y enflaquecer, de tanto meter carnes bajo la piel para luego sacarlas, su rostro hubiera acabado por deformarse. Todavía mantenía erguidas las orejas, prominente la nariz y firmes los colmillos, pero todo la demás se aflojaba y caía: las mejillas, la mandíbula, las arrugas, los pelos, las bolsas de las ojeras...

Desde sus ojos hundidos salía esa mirada fría que uno asocia con la inteligencia, y sin duda Genovesi debía de ser muy inteligente. No había razones para dudarlo, tratándose de un doctor en ciencias económicas. Lo malo era que esa inteligencia, ducha en números, cálculos y resoluciones efectivas, a mí siempre me aburre.

¡Ni que hubiera adivinado mi pensamiento! Abandonó esta vez su tema, la economía, y arrimó la conversación al tema mío: la literatura fantástica. Y del mismo modo que en el ascensor me había dado consejos para ganar dinero, ahora, en el tren, me regaló anécdotas raras para que yo escribiese sobre ellas "y me hiciera famoso..."

¡Como si yo las necesitara! Yo, que con una semillita de locura hacía crecer toda una selva de cuentos sofísticos o que con un suceso callejero construía torres de viento, palacios inhabitables y catedrales ateas; yo, veterano; yo, emotivo, fantasioso, arbitrario, espontáneo, grandílocuo y genial, ¡qué diablos iba a necesitar de ese vulgar agente de bolsa para escribir cuentos! Su fatuidad me sublevó, pero acallé la mía (por suerte, cuando me envanezco oigo en la cabeza el zumbido de una abeja irónica) y lo dejé hablar.

Su monólogo tuvo forma de espiral. Genovesi fue apartándose del punto central, exacto, lógico que hasta entonces yo suponía que era la residencia permanente de todas las profesiones técnicas. La primera vuelta de la espiral fue poco imaginativa. Se limitó a proponerme que yo escribiera un cuento sobre el caso "rigurosamente verídico" de dos hermanos siameses, unidos por la espalda, que fueron separados a cuchillo en el quirófano del sanatorio Güemes. Cada uno de ellos, para no sentir dolor durante la operación, había convocado por telepatía a un anestesista diferente. Uno de los siameses llamó a un hindú, que lo hizo dormir, y el otro llamó a un chino, que le clavó alfileres.

Desde luego que semejante truculencia a mí no me inspiró ningún cuento. Ni siquiera me asombré demasiado de que un doctor en ciencias económicas recontara en serio la atrocidad que le oyó a la cuñada del primo de la enfermera -después de todo la curación por acupuntura, hipnosis y parapsicología, aunque no ortodoxa, ha sido aceptada por algunos médicos- pero sí me asombré bastante cuando, en una segunda vuelta de la espiral, Genovesi dejó atrás a curanderos y manos santas y se apartó hacia la región de las conjeturas pseudocientíficas; una: la de que nuestro planeta ha sido colonizarlo por seres extraterrestres. ¡Nada menos! Y en una tercera vuelta se adhirió a la causa de brujos, chamanes, nigromantes y espiritistas.

Por rara coincidencia, a medida que Genovesi incurría en el obscurantismo, la obscuridad del anochecer iba borrándole la cara. Ya casi no se la distinguía cuando, en otra expansión de su fe, la palabra pasó del mito a la quiromancia y de la astrología a la metempsicosis. No paró allí. En las siguientes espiras de su monólogo Genovesi se alejó hacia lo que está oculto en el más allá.

Él, que como economista jamás hubiera firmado un cheque en blanco, extendía el crédito a cualquier milagrería. Aprovechándose de las críticas a la razón, que la limitan a conocer meros fenómenos, postulaba que debía de haber facultades irracionales y extrasensoriales capaces de conocer la realidad absoluta, y de su axioma deducía que hay que estar predispuesto a creer que aun lo increíble es posible. Posible era que el hombre pudiera vivir en tiempos cíclicos, paralelos o revertidos; posibles eran las reencarnaciones y las telekinesias, la premonición y la levitación, el tabú y el vudú...

Genovesi desenterraba los mismos fantasmas que yo he visto, vivido y vestido en mis propios cuentos, con la diferencia de que para él lo sobrenatural no era un capricho de la fantasía. Le faltaba el don de los poetas para convertir los sentimientos irracionales en bellas imágenes. ¿Cómo explicarle a ese crédulo que la única magia que cuenta es la de la imaginación, que impone sus formas a una amorfa realidad sin más propósito ni beneficios que el de divertimos con el arte de mentir? Y aun esa imaginación no es espontánea pues sólo vale cuando se junta con la inteligencia. La razón es una débil, novata, vacilante y regañada sirvientita, recién advenida en la evolución biológica, pero que sin sus servicios no podríamos disfrutar del ocio, la libertad y la alegría. Ah, Genovesi sería muy hábil en sus tejemanejes con los bancos pero, en su comercio de ficciones conmigo, el pobre emergía de pantanosos sueños con el delirio de un neurótico, la inocencia de un niño y el miedo de un salvaje. Aceptaba todo menos la razón. Cuando por ahí, sin saberlo ni quererlo, merodeó por la frase unamuniana "la razón es antivital", tuve que reprimir las ganas de retrucarle con la frase orteguiana: "El hombre salió de la bestia y en cuanto descuida su razón, vuelve a bestializarse".

Gracias a que todavía no habían encendido las luces del vagón, la noche del campo, una noche sin Luna y sin estrellas, penetró por las ventanillas y reinó adentro tanto como afuera. De no ser por la voz, yo no habría estado seguro de que ese bulto enfrente de mí seguía siendo Genovesi, hasta que el tren se acercó a aquella ciudad perdida en la pampa y faroles a los lados de las vías empezaron a perforar la obscuridad. Cada destello alumbraba a Genovesi por un instante. Mientras el discurso continuaba desenvolviendo la espiral de supersticiones, su rostro reaparecía y desaparecía, y cuando reaparecía ya no era igual. Genovesi se transfiguraba. Los intermitentes resplandores que desde los costados del tren en marcha alteraban sus facciones coincidían con los saltos que la voz daba de una creencia a otra. Lo que yo veía y lo que yo oía se complementaban como en el cine, y el filme era una pesadilla.

En eso entramos en un túnel más tenebroso aún que la noche, y Genovesi fue solamente una voz que me sonó extrañamente ronca. Esa voz se puso a contarme que hay hombres que se convierten en lobos.

-Bah, el cuentito del licántropo -le dije-. Lo contó Petronio en el Satiricón.

-No, no -y su voz salió de la tiniebla misma-. Déjese de licántropos griegos. En la provincia de Corrientes los llamamos lobizones. Le aseguro que existen. Aúllan en las noches sin Luna, como ésta, y matan. Lo sé. Lo sé por experiencia. Créame. Matan...

Entonces sucedió algo espeluznante. Los pelos a mí, o a él, se me pusieron de punta cuando al salir del túnel y entrar en la estación, los focos iluminaron de lleno la cara de Genovesi.

Espantado, noté que mientras repetía "créame, lo sé, el lobizón existe", se metamorfoseaba. Y cuando terminó de metamorfosearse vi que allí, acurrucado en su cubil, el genio de las finanzas se había convertido en un grandísimo tonto.

 


 

[1] ANDERSON IMBERT Enrique, Teoría y técnica del cuento, Ariel, Barcelona, 1999

[2] Ídem, todas las citas corresponden al prólogo de la obra

[3] BARTHES Roland, Fragmento de un discurso amoroso, Siglo XXI, Madrid, 2007

[4] Diccionario de la Real Academia Española, www.rae.es

[5] ANDERSON IMBERT Enrique, Op. Cit.

[6] Diccionario de la Real Academia Española, www.rae.es

[7] ANDERSON IMBERT Enrique, Op. Cit.

[8] Periodista y novelista francés, nacido en El Cairo en 1946; robertsole.wordpress.com

[9]Prólogo de SOLÉ Robert en MOUSTAKI Georges, Siete cuentos fronterizos, Grupo Editorial Norma, Barcelona, 2008

[10] De solipsismo, del latín "[ego] solus ipse" (traducible como "solamente yo existo")

desde Maldonado, Uruguay